¡Mi reino por una pelota!

¡Mi reino por una pelota!

El 14 de mayo se conmemora en la Argentina el Día del Futbolista en homenaje a un partido jugado en 1953 en el cual la Selección superó 3 a 1 a Inglaterra con un golazo de Ernesto Grillo. Estas líneas están dedicadas a los jugadores profesionales y amateurs, a todos los que aman este juego casi perfecto, incansables profetas de una pasión que van por la vida suplicando, como el maestro Eduardo Galeano, por una linda jugadita.

miércoles, 13 de mayo de 2020

al cantautor “nacional” Marcelo Sulpizio 

«No veo el fútbol como una forma de alienación moderna, lo siento más bien como una poesía colectiva». (Edgar Morin)

 

Es una foto en blanco y negro que nunca existió, un instante de dicha que permanece intacto en un lugar recóndito de mí ser. Estoy en el potrero de mi infancia, sentado sobre una pelota, tengo una remera rota y desteñida, un pantalón corto y un par de zapatillas Flechas, de lona color azul, que mi viejo compró de oferta en la ferretería del Flaco Perretto. Me sueño el primer futbolista balcarceño que es tapa de la revista El Gráfico.

 

Un sol pueblerino cae perpendicular sobre uno de los tres palos de eucaliptus que usamos para construir el único arco de nuestra cancha. Detrás la vereda desprolija, un caminito de tierra negra bordeado por pastizales que se mueven acompasadamente ante el paso de los vecinos que despiertan de la siesta y transitan apresurados en sus bicicletas las huellas que los conducen a la gris monotonía de una tarde laboral.

 

El baldío estaba ubicado en una esquina, estratégicamente delimitado por dos calles sin asfaltar, por uno de los paredones laterales de mi casa y por la medianera de la familia de Adrián Scorziello, mi compinche, mi mejor amigo de la infancia. El suelo era duro, hostil,  el área huérfana de césped alguno permitía que el viento levantara una grotesca polvareda cuando los arqueros apretujaban la número cinco contra la humanidad del nueve visitante. Sobre las bandas una promiscua combinación de yuyos silvestres improvisaban las líneas laterales del campo de juego.

La memoria, siempre o casi siempre,  agiganta y embellece aquellos sitios donde amamos la vida. Mi potrero de la infancia tiene en mi recuerdo las dimensiones de una modesta cancha de pueblo donde una veintena de atorrantes bien podían jugarse en un picón su prematura honorabilidad colectiva o la supremacía de un barrio sobre otro. El paso del tiempo desmoronó aquella imagen y al reencontrarme años después con ese paradisíaco escenario futbolero de mi niñez, la mirada adulta quitó descarnadamente el velo a la ilusión de pibe y apretujó tanto los límites geográficos del campito que lo redujo a una pobre y pequeña expresión territorial.

 

Esta figura, esta imagen, me encamina a la lectura  de los mejores párrafos de un maravilloso cuento de Osvaldo Soriano. El Gordo retrató en “Rosebud” la humilde arquitectura de su casa paterna en Cipolletti,  donde un peral añoso de tronco bajo lo cobijaba cuando estaba triste. Era su sitio predilecto, un lugar único y personal,  un refugio donde escondía sus secretos más íntimos.

 

El título del cuento de Soriano gira en torno a la trama cinematográfica del Ciudadano Kane, obra maestra de Orson Welles, quien en los albores de 1941 escribió, produjo, dirigió y protagonizó una de las mejores películas de la historia. El filme está inspirado en la vida del magnate de la prensa amarilla estadunidense William Randolph Hearst. Welles describe en la pantalla las ambiciones de poder de Charles Foster Kane, un empresario periodístico corrupto que utilizaba las páginas de su diario para manipular y condicionar a la dirigencia política de turno.

 

Kane fallece en soledad en su mansión de Xanadú, en plena decadencia personal. La última palabra que pronuncia es Rosebud. Desentrañar y comprender el significado de dicha palabra construye un sólido y atractivo argumento donde un periodista  recorre minuciosamente los días de Kane en pos de revelar el verdadero encuadre  emocional y psicológico de su expresión final. En el desenlace de la historia el público descubre que Rosebud era  el nombre del trineo de su infancia,  el que le había permitido inmortalizar un instante pleno de felicidad en su niñez,  un secreto que se llevó a la tumba, que no era la verdad de su vida pero si la génesis que había dado origen a la verdad de su razón de ser en la vida: la falta de afecto.

 

Soriano en su cuento hace foco en la figura de un árbol para graficar el principio de su  historia personal y recorre casi a los girones algunas de sus  travesías mundanas que desembocaron finalmente en su configuración social como hombre adulto. Escribió: “Todos tenemos un Rosebud personal. Hubo un tiempo en que las fotos fijaban un instante de nuestra dicha. Luego las cintas de video multiplicaron la banalidad. Igual las miramos con nostalgia, como si pudieran revelarnos un secreto que nos ayude a sobrellevar lo que falta del viaje. Un día, al volver sobre nuestros pasos, encontramos el árbol que la memoria había agigantado. Por un instante sentimos el sobresalto de una revelación. Hasta que descubrimos que lo que cuenta no es el árbol, sino lo que hemos hecho de él. Ese es nuestro Rosebud”.

 

Por eso cuando vuelvo a mi potrero de la infancia, me veo otra vez sentado sobre una pelota de fútbol, soñando mi foto en la tapa de la revista El Gráfico, con la mirada clavada en el arco de palos de eucaliptus, desprovisto de emociones transitorias, razonando, pensando una y mil veces sobre lo que quise, supe o pude hacer con mi vida.

 

El futuro llegó, lento, pero llegó. Inoportuno y aguafiestas. Certero y lapidario, cansino, al trote, como un mediocampista que desanda el potrero esperando el momento preciso para meter un pase milimétrico entre dos zagueros torpes. El futuro desembarcó casi de improvisto en el corazón futbolero de un puñado de atorrantes que ya no nos soñamos  futbolistas profesionales, que hoy nos aceptamos simples jugadores que intentan  desenmarañar desde la palabra, ya no con los pies, altisonantes planteos tácticos estratégicos.

Es que el presente nos escamotea la pelota y nos obliga a transitar el camino del pensamiento, despojándonos de la maravillosa carrera veloz que nos permitía el duelo frontal con el imberbe marcapunta que nos desafiaba sobrador en su banda.

 

El presente, ayer futuro, en consecuencia, ocupa los espacios que dejamos vulnerables en la mitad de la cancha. Nos obliga a gritar como marranos, azuzando al combate al compañero más cercano, relatando desde la verde gramilla lo que el intelecto entiende, pero el cuerpo no puede. Porque un picado de veteranos es una interminable disputa verbal, donde se debate hasta el más mínimo detalle del juego, donde siempre, pelota al pie, se cotejan en acaloradas discusiones ideológicas la razón de ser de un absurdo pelotazo al solitario nueve  o la ingenuidad de los laterales arriesgando infantilmente la pelota en la salida de arco.

 

El presente nos confirmó sin eufemismos que un equipo corto, apiñado en treinta metros, a veces timorato y amarrete en ofensiva, nos permitirá  sobrevivir heroicamente ante un rival pletórico de vértigo y audacia. El paso inexorable del tiempo nos ha enseñado, tanto dentro o fuera de una cancha, que anticiparse a la jugada, desde la razón y no desde la fuerza, nos hará ganar valiosos segundos y nos facilitará la apropiación de una globa que rueda inalcanzable de un arco al otro.

 

Los tipos que amamos el fútbol, sobre todo aquellos que empezamos a sentir los calambres en los primeros minutos del segundo tiempo,  afrontamos con valentía el pleito, y haciendo gala de una efectiva y criteriosa tenencia del balón, enarbolamos una loable resistencia ante la tiranía de ese futuro, que lento y autoritario, se apoderó de aquel carrilero infatigable que supimos ser.

 

Y allí vamos, partido tras partido, juntos, apretujados, amalgamando voluntades, cuidando la pelota, gritando como marranos, maldiciendo errores propios y ajenos, abrumando a pura queja al pobre tipo que oficia de árbitro, felices, redimiendo derrotas que duelen más que una pifia o sobrevalorando virtudes técnicas casi inexistentes, festejando triunfos épicos que se disfrutan tanto como una conquista amatoria.

 

Allí van millones reinventando sueños, manteniendo vivas las ilusiones, atropellando utopías en el borde del área rival, dándole batalla al paso del tiempo, cuerpeando al futuro que vino lento e inoportuno. Jugando al fútbol, sabiendo a ciencia cierta que cada partido es “la recuperación semanal de la infancia”, según maradoniana definición del escritor español Javier Marías.

 

En definitiva, cada uno de nosotros sabemos con certeza que hicimos con nuestro árbol, con nuestro amado potrero, con nuestro Rosebud, con nuestras vidas. Acaso cada vez que regresamos a la infancia, a los picaditos barrio contra barrio, cuando nos sentamos un ratito arriba de la pelota con una camiseta rota y desteñida y un par de zapatillas Flechas, de lona color azul, no hacemos otra cosa que buscar un secreto, una revelación que nos ayude a sobrellevar lo que nos queda de viaje.

Estas líneas están dedicadas a todas y todos los que aman el fútbol, que atesoran en lo más profundo de sus corazones momentos inolvidables en una cancha, como jugadores o simples simpatizantes. Para los que batallan contra el paso  del tiempo y nunca dan una pelota por pérdida, para los que todavía sueñan hacer ese gol que Diego, Mario Kempes  y Lio Messi nunca pudieron marcar, para los que miran al cielo y le dedican una linda jugadita a los que alientan desde  una estrella fugaz, para los que corren todo el partido, para los que piensan en los momentos difíciles, para los que afrontan las derrotas con dignidad y emprenden humildes el camino silencioso de las revanchas, para los que te abrazan el alma en cada festejo de campeonato, para los que te secan las lágrimas en un descenso lapidario.

 

¡Un caballo, un caballo! ¡Mi reino por un caballo!, exclama un moribundo y combativo Ricardo lll en la batalla final contra los Lancaster en Bosworth cuando su caballo pierde una herradura mal fijada y tras caer al piso lo abandona y lo deja a merced de los enemigos. Shakespeare recrea la escena con el rey implorando, blandiendo su espada: “¡Villano, he echado la vida a una tirada de dados, y afrontaré el azar de la suerte! ¡Un caballo, un caballo! ¡Mi reino por un caballo!”

 

La pucha hermano con el fútbol…  ¡Una pelota, una pelota! ¡Mi reino por una pelota! ¡Mi reino por volver, al menos por un ratito, al potrero de la infancia!

 

Mario Giannotti

 

Comentarios de los lectores

  1. Raúl dice:

    Gracias Mario por traernos las palabras del Gordo mágico

    • Cacho Rey dice:

      Muy bueno Mario, hermosa reseña de lo que es, fue y será ser un futbolista, lo escuché primero y lo leí después, añoranzas, recuerdos de una infancia plagada de partidos o picados interminables que finalizaban solamente con el llamado de la vieja, a comer …. O cuando desvanecía la luz del día y ya no había posibilidad de divisar la famosa y querida pelota, como no ser futbolista hasta el final de nuestros días, si solamente el que alguna vez jugó entendería la locura del loco que alguna jugó …..

  2. Carlos Melara dice:

    Excelente Mario,el potrero gran generador de amistades,sueños e ilusiones.
    Esta nota nos transporta a esos maravillosos momentos de nuestras vidas siendo muy energizante.
    Muchas gracias

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