Fuerte, cruzado y abajo

Fuerte, cruzado y abajo

Estimados futbolistas de potrero, recuerden, si hay revanchas, no duden, porque la duda juega a favor de los arqueros de buzo verde con vivos rojos...

sábado, 21 de marzo de 2020

a la memoria de Amadeo Carrizo

Dondequiera que estés
te gustará saber
que te pude olvidar y no he querido,
y por fría que sea mi noche triste
no echo al fuego ni uno solo
de los besos que me diste”.

 

Joan Manuel Serrat

 

Creo que la duda jugó a su favor. El centro milimétrico del Tacha Gorozo cayó exacto y preciso en mi pecho. Dominé la globa con una finta maradoniana y me acomodé para rematar fuerte, cruzado y abajo. Miré el lugar preciso y dibujé la maniobra con el empeine de mi pie izquierdo. Fue un instante, un segundo, una cosa de nada, la duda al fin terminó con un sueño y acrecentó la figura del guardameta. Un gigante color verde que achicó con prematura maestría su arco y desvió el remate al córner.

 

El tiempo no pudo borrar aquella jugada, los años no redimieron la pena ni el sabor amargo. La gloria futbolística y el amor de una morocha se perdieron contra la línea de cal. En realidad, mi torpeza a la hora de las definiciones determinó una derrota que aún hoy me persigue y me provoca muchísima bronca.

 

Porque a los nueve años de edad el mundo es una enorme pelota de cuero, los sueños y las ilusiones tienen las dimensiones de un potrero de barrio y la felicidad tiene el encanto de una gambeta mareadora.

Cierto es que los pibes, los más  atorrantes de los baldíos no se enamoraban fácilmente, ellos escapan a los compromisos del corazón con la misma táctica que eludían  los patadones de los zagueros. Pero en los picaditos escolares la presencia femenina determinaba que los solitarios y prematuros jugadores modificarán radicalmente su comportamiento.

 

Recuerdo como si fuera hoy el gesto burlón del Mono Lardapide, su mirada firme, sus manos enguantadas y seguras, su horrible buzo verde con vivos rojos y su pinta de arquero fanfarrón de cuarta categoría. El tipo no era gran cosa debajo de los tres palos, pero las pibas del aula suspiraban hipnotizadas por su porte de niño bien y por alguna que otra atajada producto de la fortuna y no de su talento personal.

 

Es más, cuando definíamos el honor y la supremacía de un curso sobre otro lo único que importaba era el resultado final del picado. Allí las condiciones intelectuales y la buena conducta pasaban a un tercer plano. El tronco en matemáticas o el haragán de la clase sacaba chapa de crack sí su performance en el campo de juego facilitaba un triunfo sobre los clásicos rivales. Insisto, creo que la duda jugó a su favor

 

Los que integrábamos el bando de Quinto B carecíamos de buenos antecedentes escolares en materia de aprendizajes. Los del A se sabían buenos alumnos y mostraban sus pergaminos personales a los cuatro vientos.

 

La final se disputó a las tres de la tarde de un día domingo en el estadio del Club Ferroviarios, un templo futbolero que esperaba en silencio un choque definitorio. Por entonces uno jugaba por el prestigio, por la camiseta, por el orgullo, por jugar, eso por jugar. Bueno, a veces el aliento femenino generaba un clima especial, un aura motivacional extra. Tengo que reconocerlo, uno dejaba la vida en cada intervención o buscaba una pizca de talento inexistente con la única premisa valedera: conquistar el corazón de la mujer amada.

 

El fútbol era la excusa perfecta, un pretexto válido para impresionar a las damas. Los tímidos teníamos una cuota de esperanza y buscábamos en una jugada las palabras y los piropos que jamás nos atreveríamos a decir personalmente, cara a cara.

 

El cero a cero definía con creces la mediocridad en el pleito y ratificaba una histórica paridad. La morocha de mis sueños esperaba detrás del alambrado olímpico una hazaña. Era tan linda, las trenzas le caían sobre los hombros y enmarcaban su rostro.

Dos minutos para el final, el Tacha que corre por el lateral derecho, le gana la espalda a su marcador, levanta la cabeza y saca un centro de manual. Yo me anticipo a la marca y domino la pelota con el pecho, busco mi perfil más hábil y defino con cara externa de botín izquierdo ante el achique del uno. Fuerte, cruzado y abajo, al rincón de las ánimas, al mismísimo corazón de la morocha.

 

Claro, la duda jugó a su favor. Fue una milésima de segundo, un abrir y cerrar de ojos, un suspiro, que se yo. El Mono dio el paso al frente y con un manotazo desvió el tiro al córner. El fanfarrón de buzo verde con vivos rojos fue lapidario.  Sus manos enguantadas ganaron el duelo.

 

Finalmente el partido fue para el A, un gol en clara posición adelantada del Cabezón Vera decretó una victoria inmerecida. La morocha de mis sueños se enamoró del arquero de buzo verde y vivos rojos.  Insisto, el tipo no era bueno debajo de los tres palos, fue un instante, una cosa de nada, un segundo de inspiración, pura fortuna.

 

Desde entonces, cuando estoy mano a mano, cara a cara con un arquero, pienso en el amor que no fue y en el gesto burlón del Mono Lardapide.  Y cuarenta años después,  aunque no existan amores imposibles que esperan hazañas detrás del alambre olímpico, igual, ante la duda y por las dudas, le pego fuerte, cruzado y abajo. Después de todo uno nunca sabe cuándo la vida le va a dar la revancha.

 

Por eso estimados futbolistas de potrero,  recuerden, si hay revanchas, no duden, porque la duda juega a favor de los arqueros de buzo verde con vivos rojos…

 

Mario Giannotti

 

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