Dios de 10 y un “Tata” protector cuidándole la retaguardia

Dios de 10 y un “Tata” protector cuidándole la retaguardia

El “Tata” José Luis Brown, defensor indispensable, figura clave en la magnánima Selección Argentina que conquistó el Mundial de México en 1986, murió este lunes después de lidiar durante un largo tiempo con una enfermedad neuro degenerativa.

viernes, 16 de agosto de 2019

“Hubo hombres que se hicieron a la vida
como quien en un chinchorro se hace al mar,
en pequeños botecitos de colores
afrontaron su terrible tempestad;
con sus sueños fabricaron flotadores,
salvavidas, remos, velas y un timón,
pero el viento derribó las ilusiones
y empezaron otra vez la construcción”.

Víctor Heredia

 

Pasan los años y la imagen de Burruchaga corriendo hacia la inmortalidad aparece intacta como un espectro que ha decidido habitar eternamente en mi memoria adolescente. Recuerdo que un mes antes del Mundial había escrito en el pizarrón de unas de las aulas de la Escuela Nacional de Balcarce: “Argentina campeón del mundo”.

 

Osado pronóstico futbolero en tiempos donde los detractores lapidaban sin contemplaciones a los integrantes de aquel equipo, Diego incluido. Yo era fanático de Víctor Hugo Morales, defensor a ultranza de Bilardo y del 10, por tanto me sumé a pura pasión a la no muy numerosa barra de los que creían posible un  milagro en suelo Azteca.  

 

29 de junio de 1986, todavía puedo ver aquellas zancadas memorables, veloz carrera hacia la gloria. Estoy sentado frente a una tele blanco y negro, preocupado, angustiado, los alemanes nos empataron y Diego no puede sellar en la red  su merecido reinado. De pronto el Pelusa piensa y en una milésima  de segundos mete un estiletazo genial para poner a su lugarteniente en la cancha, Jorge Burruchaga, cara a cara con el guardameta teutón. Gol. 3 a 2. Éxtasis al fin.

 

Vale recordar que el primer gol argentino fue marcado por  un incansable laburante del fútbol. Un aguerrido defensor que se convirtió en el mejor líbero del Mundial. Un obediente zaguero forjado en la escuela Pincharrata. El “Tata” José Luis Brown se elevó al cielo, burló a los voraces defensores alemanes  y metió un frentazo aleccionador para dejar en ridículo  al pobre portero Harald Anton «Toni» Schumacher.

 El pibe nacido en Ranchos, un humilde pueblito de la provincia de Buenos Aires, coronaba con un gol su impecable actuación mundialista. El defensor que había logrado con mucho sacrificio formar parte de la lista de convocados para afrontar la cita ecuménica,  cuestionado hasta el hartazgo por muchos, se transformó finalmente en un jugador clave, irremplazable y vital  para el andamiaje defensivo de la Argentina. Titular indiscutido tras la enfermedad que contrajo  Daniel Passarella en los días previos al debut con Corea del Sur.

 

Minutos después de marcar su gol, un topetazo brutal y mal intencionado  de un alemán le luxó el hombro derecho y fiel a su estirpe ganadora y a su coraje deportivo tuvo una actitud que lo definió para siempre como futbolista.

 

“Tenía un dolor insoportable. Lo primero que le dije al doctor Madero fue, ni se te ocurra sacarme, no salgo ni muerto. Me mordí la camiseta, le hice dos agujeros para meter los dedos y finalizar así”.

 

Luego, Jorge Valdano, discípulo ideológico del Flaco César Luis Menotti había iniciado una avance albiceleste desde su propia área que mutó en el segundo tanto argentino. Formidable definición del delantero nacido en Las Parejas, provincia de Santa Fe, obra y gracia a los conceptos tácticos y estratégicos pensados por un obsesivo Carlos Salvador Bilardo.

 

Tras el impactante empate alemán, vuelo inmortal hacia la gloria de  Burru, un grandote de medias caídas lo corre y nunca lo alcanza, la garganta de Víctor Hugo  pega  un grito desaforado de gol: “Burruchaga viejo y peludo nomás”, dice desde el micrófono de Radio Argentina el progenitor del mítico barrilete cósmico.

 

Caigo de rodillas frente a la pantalla del televisor y alzo con furia mi voz. Mi gol brota desde las entrañas. Lo miro a mi viejo, crítico impiadoso de Diego y su selección  y lo mando al carajo. Mi vieja  me contiene. “Tranquilízate, te va a hacer mal, me dice”. Aquel gol de Jorge Burruchaga  me había convertido, al menos por un instante, en el ser más feliz del planeta. Burru también cae de rodillas y mira al cielo, Batista lo abraza, mientras un hostil estadio Azteca mastica su decepción.  “Es para vos Mexicano traidor”, susurro desde el living de mi casa  cuando la cámara se detiene en un puñado de bigotones que maldicen con odio el gol argentino.

 

29 de junio de 1986. Ya había pasado el temblor y tras el pitazo del juez brasileño y bajo un sol que calcinaba la tierra, Diego Armando Maradona y sus muchachos solidificaban en el planeta fútbol la epopeya de un grupo de soñadores que habían hecho realidad una utopía.

 

Aquella selección, para mí, la mejor selección nacional mundialista de todos los tiempos, fue orgullo  en suelo ajeno, con un Dios calzando la 10 y un “Tata” protector cuidándole la retaguardia. 

 

Mario Giannotti

 

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